martes, 14 de agosto de 2007

El virus del silencio


Lima, 14 de agosto del 2007.- En estos días de intenso frío, matizado con inusuales rayos de sol matutinos que, tímidos, intentan vencer la densa capa de nubes limeña, al menos por algunos minutos, trato de alejarme de la gripe, pero parece ser ubicua.

Compañeros de trabajo con la nariz enrojecida, amigos y familiares con su dotación de pañuelos a la mano y estornudos ahogados por un trozo de papel justo antes de atomizarse, son panorama común en este momento de la estación más fría del año. Por supuesto, también están los taxistas con discretas –al menos en intención– sonadas de nariz, como el joven conductor de hoy.

Totalmente inmune a cualquier comentario que yo hiciera, sobre las noticias del día, el taxista me hizo pensar que tenía los oídos tapados y que simplemente había medio escuchado la indicación de mi destino cuando pactamos la transacción, antes de subir, y que la había terminado de interpretar leyéndome los labios.

Después de que dos periódicos habían pasado por mis manos, y sus polémicos titulares por mis labios comentando el llamado del canciller chileno a su país, o la balacera con tres muertos en Trujillo o hasta la tan promocionada drogadicción de Héctor Lavoe, el transportista no había pronunciado ni una sola palabra; así que empecé a pensar seriamente en lo de los oídos tapados, o algo peor.

Para salir de la duda hice una acotación sobre la ubicación de mi destino final preguntándole –sin voltear el rostro hacia él– si conocía esa calle y el mejor camino para llegar. Me contestó satisfactoriamente. Así que no había ningún problema con los oídos, pero al parecer sí con la nariz, pues como dije, aspiraciones nasales con acuosa resonancia se escucharon, discretas -eso sí- a lo largo del camino.

¿Algún problema personal lo mantuvo aislado de la conversación –más bien monólogo– durante el trayecto? ¿Seguía alguna regla auto impuesta de no establecer comunicación con los pasajeros salvo para definir el trayecto de la carrera? ¿Le caían aburridas las noticias? ¿O yo? ¿O simplemente el antipático virus apenas le dejaba ganas para guiar el timón?

Al bajar del auto no escuché ni un leve eco del típico “gracias” y, por si lo estuvieran pensando, no le regateé ni un céntimo de lo que me pidió antes de subir.

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